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Reminiscencias, la más antigua

  • Foto del escritor: Miguel Fernández
    Miguel Fernández
  • 21 mar
  • 4 Min. de lectura

Un tema recurrente en conversaciones de bar y en casa es: “¿Cuál es tu recuerdo más antiguo de la vida?” En una de esas charlas, Milton nos contó el suyo:

La familia vivía en la Playa de Botafogo, entre la calle São Clemente y Voluntários, en un pequeño edificio de dos pisos y 4 apartamentos, sin ascensor y sobre un depósito de distribución de botellas de la cervecería Brahma, hoy una maderera. Esa extremidad sur de la ensenada de Botafogo y alrededores era conocida como el “mourisco”, siendo un pedacito del barrio de Botafogo.

Ciertamente debía ese nombre a un pabellón-restaurante de la feria internacional de 1922, construido allí en un estilo arquitectónico llamado “moro”, similar al castillito de la fundación Oswaldo Cruz, en la Av. Brasil. Hacia 1950, ya operaba allí una subsede del Botafogo de Futebol e Regatas, con una piscina semiolímpica (la mitad de una olímpica) al lado, donde los niños de nuestra edad aprendían a nadar y luego iban al Clube Guanabara, donde había y hay una piscina olímpica. El “pabellón mourisco” fue parcialmente demolido por la construcción del túnel del Pasmado, siendo reemplazado por un conjunto arquitectónico moderno diseñado por Oscar Niemeyer, que albergaba otra piscina semiolímpica y una cancha de baloncesto-vóley, ambas con pequeñas gradas, luego también demolidas (¿1985?). Hoy el lugar está ocupado por un conjunto de tiendas y oficinas denominado Centro Empresarial Mourisco, unos cilindros de vidrio de gusto igualmente dudoso. Parece que el lugar despierta los malos momentos de los arquitectos.

Había tranvías eléctricos (trenes urbanos) que se identificaban por números. El tranvía 4 hacía el trayecto de ida y vuelta Playa Vermelha – Mourisco – Tabuleiro da Bahiana (que estaba donde hoy es el Largo da Carioca, en la confluencia de la Av. Chile, la Av. 13 de Maio, la Rua Almirante Barroso y la Rua Senador Dantas). Siempre saliendo del Tabuleiro, siempre pasando por el “Mourisco”, donde estaba el generador de corriente continua para el cableado de los tranvías. Según mi memoria, el tranvía 5 iba al Leme, el tranvía 11 al J. Botánico, el 3 a Copacabana. No recuerdo más.

Con el fin de la guerra (mayo de 1945), muchos inmigrantes como los padres de Milton (él con 33 y ella con 32 años) se permitieron casarse y tener hijos. Finalmente, habían alcanzado cierta estabilidad profesional y la edad límite considerada por la medicina y la sociedad. También era común que todos vivieran juntos con alguno de los suegros, por motivos económicos y prácticos.

La abuela de Milton asumió entonces el encargo de “gobernanta” de la casa y, con la llegada de los nietos, de supervisora y niñera. No era una persona fácil ni dulce. Era ruda. Y, en la práctica, analfabeta, de esos campesinos europeos que emigran para no pasar hambre y por falta de opciones.

Era 1951 o 52 y eran dos hermanos, Milton con 4 o 5 años, y Élio con 2 o 3 años. Fueron a la playa en el tranvía 4, del Mourisco a la Playa Vermelha, con la abuela y una joven niñera, casi una niña más, como era común. Las dos necesitaban tener cuidado con todo, el mar allí es traicionero para quien no sabe nadar, se hunde de repente, el hermano menor requiere más atención, una señora sentada al lado ayuda a entretener al mayor y, de repente, ¿dónde está el nieto mayor? ¿Milton?

Desesperación, gritos, alguien recuerda que la señora vecina fue con él a comprar un helado en el carrito de Kibon. Pero, ¿dónde están? La abuela desesperada deja al menor y a la niñera con órdenes de no moverse de allí. Todo el mundo ya movilizándose para ayudar, y corre hacia los jardines de la plaza General Tibúrcio. El instinto la lleva hasta el tranvía 4, parado en la terminal, frente a la estación del teleférico del Pan de Azúcar.

El tranvía, solo esperando ser liberado en el intervalo correcto. Ve al nieto con la señora ya sentados en el tranvía, aumenta la carrera, ya gritando entre desesperada y aliviada, sacando prejuicios que había escuchado, llamando a la raptora gitana, se crea un gran tumulto, Milton es jalado del brazo con fuerza por su propia abuela, quien le “echa una bronca” corta y directa.

La abuela, con unos 55 a 60 años, ese cuerpo deforme de mujer que tuvo que trabajar duro, intenta agredir a la otra mujer, las personas toman partido, algunas incluso contra la abuela desesperada porque hablaba con acento, extranjera, de otra tribu. El policía que siempre estaba por allí entra en la historia, Milton no sabe más detalles. De lo que logró entender, percibir, es que el mundo no era fácil y que necesitaría, al menos, ayudar a mantenerse a salvo de los peligros. Y nos dijo desde sus ahora 70 y tantos años:

_Fue en medio de esa bronca que me di cuenta del idiota que estaba siendo, la mirada de pobrecito que las otras personas me daban me avergüenza hasta hoy. Allí fue mi segundo parto. Por eso es el recuerdo más antiguo, conectó mi cerebro. De golpe, pero conectó. Estoy agradecido a mi abuela que, con su estilo rudo y bronco, me mostró carácter y que las situaciones necesitan ser enfrentadas y resueltas. No me hizo cariño, ni me quitó parte de la responsabilidad. Aprendí la lección. No esperar que alguien haga eso por ti ni que la seguridad sea solo un derecho. Por más que la mayoría sea buena y, gracias a Dios lo es, siempre hay los (las) HDP.

Y nos quedamos pensando, nada cambia, si fuera hoy estarían diciendo: “¿a dónde estamos llegando?”


Miguel Fernández, ingeniero consultor y cronista, 2023septiembre

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