Reflexiones
- Miguel Fernández
- 29 abr
- 5 Min. de lectura
Hablando en serio, Roberto Carlos (1941, de Cachoeiro, Espírito Santo), y su compañero constante, Erasmo Carlos (también de 1941, de Tijuca, Río de Janeiro), han estado en nuestras vidas durante mucho tiempo. Tanto por las canciones, presentes en momentos emocionalmente importantes, como por las letras, como cronistas del alma y/o de los corazones inciertos, juveniles, maduros y, ahora, seniles.
Aunque comenzaron en la escena musical en 1962, con (hoy sería un influencer?) Carlos Imperial, fue en 1965, con el programa Jovem Guarda (TV Record SP), que los brasileños se dieron cuenta de que eran importantes para Brasil y para el mundo.
Erasmo falleció el 22 de noviembre de 2022. Pude verlo en vivo y en colores dos veces. Una de ellas alrededor de 1973, en el íntimo “Flag” en Copacabana, y la otra vez cuando celebró 50 años de carrera, conmemorado con un espectáculo en el Teatro Municipal de Río en 2012.
Sin embargo, por una razón u otra, solo en 2023, por primera vez, fui a ver un espectáculo de Roberto en vivo. No como ya deseaba, en una mesa en el desaparecido “Canecão”, donde nunca logré ir, ya sea porque se agotaron las entradas o porque era un precio que no cabía en mi presupuesto para ese tipo de cosas.
Esta vez, mi esposa y yo fuimos al “Jeunesse Arena”, un enorme gimnasio, legado de los Juegos Olímpicos de Río, donde nunca habíamos ido (en las olimpiadas fui a ver un partido de baloncesto en un “estadio” vecino y más pequeño).
Por no conocer el lugar, y porque compramos a última hora (dos días antes), en esa de “nunca hemos visto a Roberto”, elegimos dos asientos en un tal N3, que significa Nivel 3. Es decir, como llaman por ahí, “en el gallinero”, donde el precio por asiento era aproximadamente $62. Como ancianos, salió a la mitad: $31. Los asientos estaban numerados, pero los boletos no, la gente se sentaba conforme iba llegando, lo que causaba cierta confusión. En las sillas, llamadas platea, (en el suelo, donde habría sido la cancha (de “voleibol”?) sería $200.00 por persona joven.
Los arquitectos que diseñaron eso, y los que aprobaron el proyecto, deben haber pensado que los espectadores también eran todos atletas olímpicos: la altura de algunos escalones inevitables era de 50 cm, la continuidad de pasamanos para que las personas se apoyaran y el espacio para transitar en las filas de sillas era mínimo. Un absurdo, accesibilidad casi imposible.
¿Y en las paralimpiadas, cómo habrá sido? Ironizé con el humor negro que aprecio.
Pero valió la pena el imprevisto. Además de ver a mi ídolo, viví la cordialidad y solidaridad de todos en ese gallinero de fans de Roberto: _ ¡emocionante! Toda gente buena. Muchas familias llevando a sus ancianos. Era evidente que, para muchos, debe haber sido un sacrificio pagar para asistir a ese evento.
Gente con andador, con bastones, encorvados y vacilantes, unos apoyándose en otros, mojados de lluvia, para realizar un deseo, una ilusión: ver al Rey en vivo. Algunos vistiendo y calzando lo mejor que podían reunir, en el presupuesto insuficiente, en el gusto dudoso, en las manos callosas y en los cuerpos deformes de muchas señoras, ciertamente mujeres trabajadoras de la periferia.
Gran parte bajo miradas complacientes de algunos, más jóvenes, burguesitos y/o pretendidos aristócratas, en realidad de otras tribus que se creen más intelectuales, más “gauche”, que parecían estar allí por obligación para con padres y abuelos, afortunadamente, pero algo avergonzados, sintiéndose “pagando mico”.
Eran momentos que coronaban una vida de admiración por el ídolo. Tenía que salir bien. Y todo salió bien, aunque cabe registrar un “detalle”: ninguna de esas señoras del gallinero recibe rosas al final, solo la platea.
Fueron dos horas de espectáculo, a una distancia que apenas se veía al artista, excepto por las pantallas, pero dos horas que todos los presentes se encargaron de transformar en momentos mágicos, algo inolvidable, cantando junto a las canciones, repertorio previsible y perfecto. Era lo que todos querían escuchar. Hasta el “de arriba” ayudó, después de todo, la última canción era para Él. La lluvia cesó en la entrada y en la salida.
La “platea” fue conducida por las letras a su juventud, a la iniciación amorosa, unas más platónicas, otras no tanto, a las decepciones y a las complicaciones amorosas. A los aciertos, a las dudas, a los errores vividos. Cosas que el pensamiento y la memoria guardan y que nadie quiere confesar ni para sí mismo. O que quiere contar a todos, pero algo no lo permite. Afortunadamente el otro/la otra también no cuentan, también creen que es mejor fingir olvidar. ¿El amor es sexo? ¿El sexo es amor? (hola, Jabor, Rita y Carvalho)
En dos horas, mirando ora a Roberto, ora a los rostros alrededor, ora dentro de mí, me di cuenta de que estábamos allí en comunión de espíritu. Las mujeres repasaron sus Antonios, sus Silvios, sus Aristeus, algunas sus Veras, sucede, los armarios se van abriendo. Los hombres repasaron sus Marílias, sus Enis, sus Anas, sus Marlís, sus Helenas, sus Lorenas, algunos sus Eduardos, hay de todo. Sin olvidar al amado amante.
Roberto y Erasmo también eran los “reyes de los moteles”, nidos de amor que surgieron y proliferaron en la misma época de la píldora anticonceptiva (±1964?) y de Jovem Guarda, que hacía el sonido ambiente, preferido de estos “establecimientos”. Todo cóncavo y convexo.
¿Cuántos casos intentados? ¿Cuántos ficticios? ¿Cuántos fueron verdad? ¿Cuántos fueron mentira? ¿Cuántos sueños inconfesables? ¿Cuántos celos, innecesariamente necesarios, de aquí para allá? Las letras de esas canciones conocen todos los detalles, se vuelven cómplices.
Durante el espectáculo, parece que el grabador de tu vida se rebobina, haciendo ese ruido de cinta volviendo a alta velocidad. No se entiende nada, pero sabes que tu vida está allí, resumida, y lo importante es qué emociones viviste. Si fue bueno o malo, lo que importa es que fue tu vida.
Mejor mal acompañada(o) que sola(o), aconsejaba la sabia abuela. ¿Y de qué vale todo esto, si no estás aquí?
Roberto ya con sus 82, voz cumpliendo con la tarea, apariencia de artista que cuida de la postura en el escenario, cosa de profesional, debía estar haciendo las mismas conjeturas que yo, allá en el gallinero:
_ ¿hasta cuándo? lo miré y, telepáticamente, dije:
_ te propongo, no decir nada más...
Ya con las ideas embargadas, pensé: presta atención, esta es nuestra estación, vamos a bajar, agradeciendo el viaje en esta nave espacial, con bandas sonoras y poéticas tan lindas.
Salí de allí balbuceando: gracias Roberto, gracias Erasmo.
Miguel Fernández y Fernández, ingeniero y cronista, 20230729 6.436 “caracteres”

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